
Reflexión para el Domingo de Ramos – de la Pasión del Señor
Este Domingo, el relato de la Pasión según san Lucas nos introduce en el corazón del misterio cristiano: la entrega total del Hijo de Dios por la salvación del mundo. No estamos ante una tragedia humana más, sino ante el acto supremo del amor divino, donde Cristo, siendo Dios, se anonada, se vacía de su gloria, y toma sobre sí nuestra carne herida, nuestra injusticia, nuestro pecado… hasta las últimas consecuencias.
Como proclama san Pablo en la carta a los Filipenses, Jesús “no retuvo ávidamente ser igual a Dios”, sino que se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. No fue una muerte forzada, sino una entrega libre, voluntaria, llena de amor redentor. En esa obediencia perfecta al Padre, Cristo asume la culpa de toda la humanidad, no como un castigo infligido por Dios, sino como el modo más radical en que Dios se pone de parte del ser humano. La cruz no es tanto el signo de la ira de Dios, como lo es de su ternura escandalosa, que abraza el dolor del mundo para redimirlo desde dentro.
Isaías lo anticipaba con las palabras del Siervo sufriente: “Ofreció la espalda a los que lo golpeaban… y no ocultó el rostro a insultos y salivazos”. No hay resistencia, no hay orgullo: hay una entrega callada, profunda, que hace de cada herida un canal de gracia.
En la cruz, Jesús no solo muere: se dona, se entrega en un amor que no se guarda nada. Es allí, en ese madero áspero y sangriento, donde Dios reconcilia al mundo consigo. Y el misterio es este: que lo que humanamente es fracaso y humillación, en Dios se vuelve gloria y exaltación. No hay resurrección sin cruz, pero la cruz misma ya es germen de vida nueva.
Este es el centro del kerigma: “Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras” (1 Cor 15,3). No como un mártir más, sino como el Cordero que quita el pecado del mundo, el único capaz de cargar lo que nosotros no podíamos sostener. Por eso, lo que hoy celebramos no es solo un drama, sino la proclamación gozosa de una salvación ya realizada.
Desde la cruz, Jesús no nos pide nada; simplemente se da del todo. Y ese don, recibido con fe, es lo que nos salva.