Reflexión para el VI Domingo de Pascua – Ciclo C

El Evangelio de este domingo nos sumerge en una intimidad asombrosa: el amor a Cristo no se queda en un sentimiento devoto, sino que se convierte en un espacio de inhabitación divina. Quien ama a Jesús y guarda su palabra, se convierte en morada del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. No se trata de una metáfora: es la promesa real de una vida nueva, habitada por la presencia de Dios. Esta es la “vida en el Espíritu”, la zoé de Dios, que empieza ya aquí, en medio de nuestras luchas, y que nos prepara para la plenitud eterna.

La primera lectura, desde los Hechos de los Apóstoles, nos muestra que esta vida nueva no viene por la observancia de ritos externos, sino por la acción del Espíritu Santo y la fe en Jesús. La comunidad cristiana, guiada por el Espíritu, discierne y libera a los creyentes de cargas pesadas: la salvación no es cuestión de rituales, sino de vivir conforme al amor de Cristo. El Evangelio no impone cadenas; ofrece libertad y comunión.

En la segunda lectura, el Apocalipsis nos presenta la imagen gloriosa de la nueva Jerusalén, radiante como una novia. No hay templo, porque el mismo Dios y el Cordero son la luz y el santuario. Esta visión no es solo una promesa futura, sino una invitación presente: si vivimos como discípulos de Jesús, ya estamos entrando en esa ciudad santa, ya brillamos con su luz, ya somos piedras vivas de ese templo.

Y, sin embargo, este don exige una respuesta clara y libre:

“El que me ama, cumplirá mi palabra” (Jn 14, 23).

Es una llamada a la conversión constante, a pasar de una fe nominal o cultural a un amor obediente, encarnado en nuestra vida diaria. Jesús no obliga, pero invita con firmeza. Es el tiempo de decidir: ¿queremos que Él y el Padre hagan morada en nosotros?

El Espíritu Santo, dice Jesús, será nuestro maestro interior. Nos recordará lo que hemos olvidado, nos enseñará lo que aún no entendemos y nos consolará cuando vacilemos. No estamos solos. Él es el don del Resucitado para una Iglesia en camino.

Y en este caminar, no hay mayor don que la paz verdadera:

“La paz les dejo, mi paz les doy… No como la da el mundo” (Jn 14, 27).

La paz del mundo es frágil, condicional, interesada. La de Cristo nace de sabernos amados, perdonados, enviados. Es una paz que resiste el miedo, que empuja a la misión, que convierte al cristiano en testigo valiente del Evangelio.

Preguntas para orar

  • ¿Estoy viviendo como alguien que guarda la Palabra de Jesús o simplemente como alguien que la escucha sin responder?
  • ¿Qué espacios de mi vida aún no he dejado que Dios habite?
  • ¿Qué paz estoy buscando: la que el mundo ofrece o la que solo Cristo puede dar?
  • ¿Permito que el Espíritu Santo me enseñe y me recuerde la verdad de Jesús, o me cierro por miedo, pereza o indiferencia?

Haz silencio interior… deja que el Espíritu hable a tu corazón.

Oración final

Señor Jesús,
me dices que si te amo, guardaré tu Palabra,
y que entonces Tú y el Padre harán morada en mí.
Quiero abrirte mi vida entera, sin reservas.
Ven, habita en mis pensamientos, mis decisiones, mis afectos.

Espíritu Santo,
Maestro interior, consuelo en mi debilidad,
enséñame a vivir en el amor que agrada al Padre,
recuérdame cada día que no estoy solo,
y haz de mi alma una tierra fértil para la paz.

Amén.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *