
“No tengan miedo. Vayan a decir a mis hermanos…” (Mt 28,10)
Hoy es un día que palpita entre el gozo pascual y el silencio contemplativo. Como las mujeres del Evangelio, también nosotros hemos salido al encuentro del Resucitado: sorprendidos, sobrecogidos, llenos de temor y alegría. Pero hoy también, como Iglesia, nos detenemos ante una tumba distinta: la que guardará el cuerpo del Papa Francisco, que esta mañana ha sido llamado a la Casa del Padre.
No es una paradoja. Es el misterio cristiano en su núcleo más puro: la muerte y la vida entrelazadas, no como enemigas, sino como tránsito y plenitud.
En la primera lectura, Pedro proclama ante una multitud lo que hoy sostenemos con lágrimas y fe: “A este Jesús, Dios lo ha resucitado, y de ello somos testigos” (Hech 2,32). Su anuncio no es solo recuerdo de un hecho pasado; es la verdad fundante de nuestra esperanza, la certeza que dio forma a toda la vida de Jorge Mario Bergoglio, el pastor que eligió llamarse Francisco y vivir como pobre para los pobres.
Pedro habla de un Jesús entregado según el designio de Dios, y resucitado por su poder. Así también comprendemos la vida del Papa Francisco: como una existencia entregada, sencilla, fraterna, muchas veces incomprendida, pero profundamente configurada con Cristo crucificado y resucitado. Como Pedro, Francisco fue testigo del Señor, no solo con palabras, sino con gestos de ternura, cercanía y misericordia. No fue perfecto, pero fue auténtico. No fue fuerte según el mundo, pero sí según el Evangelio.
El salmo de hoy resuena con especial fuerza: “Protégeme, Dios mío, pues eres mi refugio”. Esta oración, que tantas veces habrá rezado en voz baja el Papa Francisco, se convierte ahora en súplica de toda la Iglesia: que el Dios de la vida, que no abandona a sus santos a la corrupción, lo reciba en su morada eterna y lo sacie de gozo en su presencia.
El Evangelio, por su parte, nos recuerda que Cristo sale al encuentro de los que anuncian su victoria. Las mujeres que corren del sepulcro no son abandonadas a su misión: Jesús mismo se les aparece, las fortalece, las consuela, las envía. Hoy, ante la partida de quien fue Sucesor de Pedro, sentimos que Jesús también nos sale al paso y nos dice: “No tengan miedo”. Porque la muerte no tiene la última palabra, y porque los verdaderos discípulos no mueren, sino que son enviados a la Galilea definitiva, donde el Maestro ya los espera.
Por eso, en este lunes de Pascua, la Iglesia no se detiene. Llora, sí, pero como quien tiene esperanza (1 Tes 4,13). Y continúa proclamando, con voz más fuerte que la mentira y la confusión del mundo, que Cristo vive. Que el Reino ha comenzado. Y que, como Francisco enseñó con su vida, la alegría del Evangelio es más grande que cualquier noche oscura.
Hoy oramos, agradecidos y confiados:
Buen Jesús Resucitado, recibe en tus brazos al Papa Francisco.
Haz que contemple tu rostro, que abrace tus llagas glorificadas,
y que interceda por nosotros desde el cielo,
para que tu Iglesia nunca se canse de anunciar que tú vives y das vida.
Amén, aleluya.