Cristo resucitado es nuestra vida nueva: lo seguimos en el amor y en la misión.
El Evangelio de hoy nos lleva a la orilla del lago de Tiberíades, donde Jesús resucitado se manifiesta a sus discípulos en medio de su tarea cotidiana: la pesca. Es significativo que los encuentre en su trabajo, fatigados y sin resultados, hasta que su palabra transforma el fracaso en abundancia. La Resurrección no es un acontecimiento aislado: toca nuestra vida concreta, nuestra historia, nuestras fatigas diarias, para llenarlas de sentido y fecundidad.
Este relato nos muestra que el encuentro con el Resucitado renueva la misión. Pedro, que antes negó a Jesús, es ahora llamado a expresar su amor no con palabras grandilocuentes, sino con gestos de entrega: “Apacienta mis ovejas”. Jesús no le reprocha el pasado; lo envía, restaurado y fortalecido en el amor. Así actúa la misericordia de Dios: no nos paraliza en nuestras culpas, sino que nos levanta y nos envía como testigos de su salvación.
La primera lectura narra cómo los apóstoles, fortalecidos por el Espíritu Santo, proclaman audazmente la resurrección de Cristo, aunque eso les atraiga persecución. La Pascua transforma a los temerosos en valientes; a los débiles en testigos fieles. Hoy, como ayer, somos enviados a anunciar que Jesús está vivo, que Él es el Señor de la vida, y que en Él tenemos la salvación.
En la segunda lectura, Juan contempla una visión gloriosa: el Cordero inmolado recibe todo poder y honor. La cruz no fue derrota, sino triunfo: el amor llevado hasta el extremo abrió las puertas de la vida eterna. Toda la creación canta la victoria del Resucitado, porque Él ha reconciliado el cielo y la tierra.
La Pascua no es sólo una memoria, es una nueva creación que ya ha comenzado. Somos invitados a vivir como resucitados, dejando atrás los miedos, las culpas y las desesperanzas. Jesús nos pregunta hoy, como a Pedro: “¿Me amas?”. Y si respondemos, aunque sea débilmente, “Tú sabes que te quiero”, Él nos confía su misión: ser pastores, servidores, testigos del amor que vence la muerte.
“Sígueme”, nos dice. Seguir al Resucitado es vivir la vida nueva, en la confianza, en el amor, en la entrega, hasta que un día, también nosotros participemos plenamente en su gloria.
¡Cristo ha resucitado! ¡Verdaderamente ha resucitado! ¡Aleluya!