La alegría pascual continúa resonando en la liturgia de este segundo domingo de Pascua. Pero hoy esa alegría tiene un rostro concreto: la misericordia de Dios que vence nuestros miedos, sana nuestras heridas, y nos llama a una fe que no depende de la vista, sino del amor.

El Evangelio nos muestra a los discípulos encerrados por miedo. A pesar de haber oído a María Magdalena anunciar la resurrección, su corazón sigue paralizado. Es allí, en ese ambiente de temor y encierro, donde Jesús se hace presente:

“La paz esté con ustedes.”

No les reprocha su cobardía, no los regaña. Les ofrece la paz y el don del Espíritu Santo, que les otorga la potestad de reconciliar al mundo con Dios mediante el perdón.

Entre ellos está Tomás, quien representa a todos los que alguna vez dudamos, que necesitamos tocar las heridas para creer. Jesús no desprecia su duda; al contrario, se deja tocar, porque sabe que la fe verdadera brota de un encuentro vivo, no de una idea abstracta.

En las palabras de Jesús —“Dichosos los que creen sin haber visto”— descubrimos el camino que nos corresponde: vivir de la fe pascual, sostenida por el testimonio de la Iglesia, y no por señales exteriores.

El signo de una Iglesia viva

La primera lectura, del libro de los Hechos, nos muestra el fruto de una comunidad que ha recibido el Espíritu:

  • “Muchos signos y prodigios se realizaban.”
  • “Crecía el número de creyentes.”
  • “Todos quedaban curados.”

No es una Iglesia cerrada en sus miedos, sino una Iglesia en salida, testigo de la fuerza sanadora del Resucitado. El poder de la sombra de Pedro para sanar no está en él mismo, sino en la presencia viva de Cristo actuando en medio de su pueblo.

Así debe ser también hoy nuestra comunidad: un espacio donde la fe pascual se traduce en obras de misericordia, en signos de reconciliación, en una presencia viva que irradia sanación y esperanza.

El Resucitado tiene las llaves

El libro del Apocalipsis nos recuerda otra verdad consoladora:

“Yo soy el que vive; estuve muerto y ahora estoy vivo por siempre. Yo tengo las llaves de la muerte y del abismo.”

No estamos a merced de las fuerzas oscuras. Cristo glorioso tiene la autoridad suprema. Él nos acompaña en nuestras tribulaciones, y su victoria es ya nuestra esperanza.

Una invitación a la misericordia

Este domingo, instituido como el Domingo de la Divina Misericordia, nos invita a abrir el corazón a la fuente inagotable de amor que brota del Corazón traspasado de Cristo. Allí encontramos la paz que disipa el miedo, la fe que vence la duda, y la vida que transforma nuestro ser entero.

Hoy, Jesús también se presenta en medio de nosotros y nos dice:

“La paz esté con ustedes. No sean incrédulos, sino creyentes.”

Abramos nuestras heridas a su misericordia. Extendamos sus manos a los demás. Y, como Tomás, confesemos con todo el corazón:

“¡Señor mío y Dios mío!”

¡Aleluya!

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