Antífona de entrada:
“Hombres de Galilea, ¿qué hacen allí parados mirando al cielo?
Ese mismo Jesús, que los ha dejado para subir al cielo, volverá como lo han visto marcharse. Aleluya.”

(Hech 1,11)


La solemnidad de la Ascensión del Señor no es una despedida, sino una proclamación de victoria. Jesús no se aleja; asciende al cielo como Cabeza de la Iglesia, llevando consigo nuestra humanidad glorificada, y desde allí intercede por nosotros (cf. Hb 9,24). Es por eso que los discípulos, lejos de entristecerse, regresan a Jerusalén “llenos de gozo” (Lc 24,52). ¿Cómo explicar este gozo si Jesús ya no está visiblemente con ellos?

La clave está en comprender que Cristo no nos abandona, sino que inaugura una nueva manera de estar presente: a través de su Espíritu, que muy pronto descenderá sobre los suyos. Esta promesa es central: “recibirán la fuerza de lo alto” (Lc 24,49). La Ascensión no marca el fin del Evangelio, sino el comienzo de su expansión al mundo entero.

Como señala la oración colecta, “a donde llegó Él, que es nuestra cabeza, esperamos llegar también nosotros”. La Ascensión es, pues, nuestra esperanza activa: el cielo no es evasión, es destino. No miramos al cielo para evadirnos, sino para orientarnos; no para paralizarnos, sino para impulsarnos a ser testigos de Cristo, hasta los confines de la tierra (cf. Hch 1,8).

La Segunda Lectura nos recuerda que Jesús ha inaugurado un nuevo y vivo acceso al Padre, “a través del velo, que es su propio cuerpo” (Hb 10,20). Podemos entrar confiadamente en la presencia de Dios, purificados y fortalecidos. La Ascensión, entonces, es la fiesta del pueblo que camina con la mirada en lo alto y los pies en la tierra: peregrinos con misión, miembros del Cuerpo de Cristo glorificado.

No estamos solos. Él está con nosotros “todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). Ya no lo vemos como antes, pero lo encontramos vivo en la Eucaristía, en la Palabra, en la comunidad y en los pobres. Ascendió, sí, pero permanece.

Preguntas para orar:

  • ¿Vivo con esperanza activa, como quien cree que el cielo es su meta?
  • ¿Reconozco la presencia del Señor en mi vida diaria, aun cuando no lo “vea”?
  • ¿Qué significa para mí ser testigo de Jesús en mi entorno hoy?

Oración final:

Señor Jesús,
Tú que ascendiste a los cielos y nos abriste el camino hacia el Padre,
enséñanos a vivir con el corazón en lo alto y las manos comprometidas con el mundo.
No permitas que la espera nos paralice ni que el cansancio apague nuestro gozo.
Haznos testigos tuyos, fieles, valientes y alegres.
Que el Espíritu Santo nos fortalezca, y que la esperanza del cielo
nos impulse a vivir como miembros vivos de tu Cuerpo glorificado.
Amén.

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