Reflexión para el Martes de la Octava de Pascua

La antífona de entrada nos promete:

“El Señor les dará a beber el agua de la sabiduría; se apoyarán en él y no vacilarán. Él los llenará de gloria eternamente.”

Hoy, en esta octava de Pascua, contemplamos cómo la fuerza vivificante del misterio pascual se nos ofrece como agua fresca que sacia la sed de nuestro corazón. Esa agua no es un consuelo etéreo, sino el don concreto del Espíritu que renueva nuestras entrañas, nos libera de los viejos temores y hace que florezca la vida en medio de un mundo a menudo seco y atribulado.

En la primera lectura, Pedro proclama con claridad misionera:

“Arrepiéntanse y bautícense en el nombre de Jesucristo… y recibirán el Espíritu Santo.” (Hech 2,38)

El mismo poder de la Pascua que rompió las cadenas de la muerte ahora rompe las cadenas del pecado. La llamada a la conversión no es un reproche, sino un puente hacia la libertad auténtica. Miles respondieron aquel día abrazando el bautismo y formando la comunidad nueva de la Iglesia. Hoy, cada uno de nosotros es invitado a renovar ese “sí” que dimos en el bautismo, dejándonos transformar por el agua y el Espíritu.

El Salmo nos recuerda que en el Señor está nuestra esperanza:

“Sincera es la palabra del Señor… él salva de la muerte y en épocas de hambre da vida.” (Sal 32)

Cuando todo tiende a desalentarnos, volvamos la mirada al sepulcro vacío, que anuncia la victoria definitiva de Dios sobre todo lo que nos disminuye.

En el Evangelio, María Magdalena encarna el peregrinar de la fe: de las lágrimas al anuncio (Jn 20,11‑18). Su pena se vuelve misión cuando reconoce la voz de Jesús:

“¡María!” — «¡Rabuní!»

La Resurrección no se proclama con discursos eruditos, sino desde el encuentro personal con Jesucristo resucitado, que nos llama por nuestro nombre y nos envía:

“Ve a decir a mis hermanos: ‘Subo a mi Padre y a vuestro Padre…’”

Esa misma misión nos toca hoy: llevar a otros la buena noticia de que el Hijo de Dios ha vencido la muerte, que el bautismo nos hace partícipes de su victoria y que, como María Magdalena, debemos convertir el dolor en anuncio gozoso.

Que esta jornada nos encuentre bebiendo de la fuente de sabiduría que brota del sepulcro vacío, fortalecidos para vivir como testigos fieles de la misericordia pascual.

Aleluya.

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