Hoy no venimos a “conmemorar” una tragedia. Venimos a contemplar el acto supremo del amor de Dios por la humanidad. Venimos a arrodillarnos ante la cruz de Cristo, que no es un símbolo de derrota, sino el trono desde el cual Jesús reina, venciendo al pecado, al odio y a la muerte.

Isaías lo profetizó siglos antes: “Fue traspasado por nuestros crímenes, triturado por nuestras iniquidades. Él soportó el castigo que nos trae la paz. Por sus llagas hemos sido curados”.

¿Quién hizo esto? Dios mismo, en su Hijo, asumió nuestros pecados. No para condenarnos, sino para salvarnos. No para aplastarnos bajo el peso de nuestra culpa, sino para levantarnos con su misericordia.

El Evangelio según san Juan no nos presenta a un Jesús derrotado. Nos presenta al Cordero que libremente se entrega:
“¿A quién buscan?” — “Yo soy”.
Con esa sola palabra, los soldados caen al suelo. Él no es víctima de las circunstancias. Él es el Señor, que escoge amar hasta el extremo.

En la Carta a los Hebreos se nos dice: “Aprendió a obedecer padeciendo y se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que lo obedecen”.
Jesús no vino simplemente a enseñarnos algo. Vino a redimirnos con su sangre. Su muerte no es solo un ejemplo moral, es un acto salvífico, definitivo, eterno. En la cruz, la humanidad herida es reconciliada con Dios.

Hoy, al venerar la cruz, no veneramos un madero. Veneramos el Amor crucificado. Y no hay cruz sin resurrección. La cruz no es el final. Es el comienzo de nuestra redención. Por eso, incluso hoy, Viernes Santo, la liturgia ya vislumbra la victoria: “Cuando entregue su vida como expiación… verá la luz”.

Ante este misterio solo caben dos cosas: silencio y adoración. Silencio, porque nuestras palabras se quedan cortas. Adoración, porque en esa cruz está nuestra esperanza.

En la cruz de Cristo ya está escrita tu salvación. No la busques en otro lugar. No pongas tu fe en soluciones humanas. Cree en Él. Vuelve a Él. Abraza esa cruz que salva. Porque hoy, la muerte ha sido vencida por el Amor.

Amén.

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