Domingo de Resurrección: El resucitado nos precede

Cristo ha resucitado. Verdaderamente ha resucitado.
Pero, ¿qué significa esto para nosotros, más allá de una exclamación litúrgica?
Significa que el centro de la historia ya no es la cruz sola, sino la cruz vencida; no el sepulcro sellado, sino el sepulcro abierto; no la muerte, sino la vida nueva que la desborda.
El Evangelio de hoy nos muestra el momento en que el desconcierto comienza a abrir paso a la fe. María Magdalena corre al sepulcro y lo encuentra vacío. Pedro y el discípulo amado también corren, y aunque ven lo mismo —lienzos en el suelo, el sudario doblado— solo uno “ve y cree”. Es un ver que se convierte en acto de fe.
Aún no comprenden del todo, pero comienzan a intuir el cumplimiento de las Escrituras: que era necesario que el Mesías muriera… y resucitara.
Es ahí donde entra la voz antigua y nueva de la Iglesia: la Secuencia Pascual, que proclamamos antes del Evangelio, pone palabras al asombro de la fe:
“Lucharon vida y muerte en singular batalla, y muerto el que es la vida triunfante se levanta”
No es poesía vacía: es el anuncio más potente jamás proclamado. Cristo no volvió simplemente de la muerte: entró en ella y la transformó desde dentro.
El Resucitado ya no es simplemente Jesús “vuelto a la vida”, sino el resucitado glorificado, el que ha sido constituido, como dice Pedro en la primera lectura, “juez de vivos y muertos”, y por medio de quien se ofrece el perdón de los pecados.
Y este es el corazón del kerigma: la Pascua no es una teoría ni un rito, sino una realidad que se nos ofrece. Hemos comido y bebido con Él, dice Pedro. Es decir, hemos experimentado su presencia viva, no solo en el recuerdo, sino en la Eucaristía, donde el Cordero inmolado se hace pan de vida.
San Pablo, en la segunda lectura, nos recuerda que la Pascua tiene consecuencias concretas:
“Tiren la antigua levadura… celebremos la Pascua con pan de sinceridad y de verdad”.
El Resucitado no se deja encerrar ni en la tumba ni en una fe sin transformación. Si hemos sido resucitados con Él, busquemos las cosas de arriba, vivamos como redimidos, dejemos que la vida nueva sea visible en nosotros.
Y en esta aurora nueva, el testimonio de las mujeres —las primeras anunciadoras— resuena con fuerza:
“¿Por qué buscan entre los muertos al que vive?”
Una pregunta que atraviesa los siglos y nos interpela hoy: ¿seguimos buscando vida en lugares de muerte? ¿Ponemos nuestra esperanza en lo caduco, en lo que no resucita?
El resucitado nos precede. Nos espera en Galilea, en el lugar cotidiano donde comenzó todo. Allí, en lo sencillo, quiere encontrarse con nosotros.
Esta es la buena noticia:
No estamos solos. La muerte no tiene la última palabra.
Hay uno que ha vencido y nos ha hecho partícipes de su victoria.
Y no se cansa de buscarnos, de llamarnos, de ofrecernos su paz.
¡Cristo ha resucitado!
Que su Pascua se refleje en nuestra vida, y que cada día sea una nueva aurora donde se proclame, no con los labios, sino con la existencia:
¡El resucitado vive en mí!
¡Aleluya!