Reflexión para el Jueves de la Octava de Pascua
Las lecturas de este día nos colocan ante el misterio de la Resurrección no solo como un hecho ocurrido, sino como un acontecimiento que transforma, sacude, interpela y exige testimonio.
Pedro, en la primera lectura, no se detiene en la gloria de la curación del paralítico. No busca protagonismo. De inmediato dirige la atención hacia Jesús:
“Ustedes le dieron muerte al autor de la vida, pero Dios lo resucitó de entre los muertos, y de ello nosotros somos testigos.” (Hch 3,15)
Esta afirmación es la médula de la predicación cristiana: la muerte ha sido vencida por Dios, y Jesús se levantó de entre los muertos realmente. Pedro no lo dice como un relato ajeno, sino como algo que él mismo ha visto, vivido, y que ahora transforma su vida. Es lo que lo hace capaz de hablar con valentía. Y ese testimonio se convierte también en una llamada a la conversión:
“Arrepiéntanse y conviértanse…”
La Pascua, por tanto, no es solo consuelo, sino también llamado. El que ha resucitado quiere tocar los corazones, devolvernos la salud interior, ayudarnos —como dice Pedro— a apartarnos de nuestras iniquidades.
El Evangelio nos lleva al cenáculo, donde los discípulos aún están temerosos, encerrados. Los de Emaús acaban de narrar su encuentro con Jesús. Están emocionados, pero la comunidad aún vive entre el desconcierto y la duda. Es entonces cuando el Resucitado se hace presente, y sus primeras palabras son:
“La paz esté con ustedes.”
No hay reproches, solo paz. Jesús muestra sus llagas, come pescado, les habla… ¿Para qué? Para hacerles ver que no es un espíritu, una ilusión ni un recuerdo. Él vive, con cuerpo glorioso, y está ahí, en medio de ellos.
Luego, algo crucial:
“Entonces les abrió el entendimiento para que comprendieran las Escrituras.”
Y les encomienda una misión:
“En su nombre se ha de predicar a todas las naciones… la necesidad de volverse a Dios.”
“Ustedes son testigos de esto.”
Este mandato no ha caducado. También nosotros somos llamados a ser testigos. No necesariamente como predicadores públicos, pero definitivamente como cristianos cuya vida habla de la esperanza que brota del Resucitado. Nuestra manera de perdonar, de amar, de ser pacientes, de afrontar las cruces de cada día, puede convertirse en testimonio silencioso pero elocuente.
Que en este tiempo pascual, el Señor nos abra el entendimiento, para comprender el misterio de su amor, y nos encienda el corazón para anunciar con la vida que ¡Cristo ha resucitado!
¡Aleluya!