Reflexión para el Viernes de la Octava de Pascua

“El Señor liberó a su pueblo y lo llenó de esperanza” (Sal 77,53). Esta antífona pascual nos sitúa en el corazón del misterio: la Pascua es liberación, pero también plenitud. Dios no solo nos saca de la esclavitud, sino que nos colma de esperanza. Una esperanza que no es un sentimiento vago, sino una Persona viva: Jesucristo resucitado.

En la primera lectura, Pedro proclama con valentía ante las autoridades religiosas:

“No hay salvación fuera de Jesús de Nazaret…” (Hch 4,12)

Lo dice después de haber sanado a un hombre en su nombre. No hay poder, ni ideología, ni esfuerzo humano que pueda salvar al mundo, sino sólo Aquel que fue crucificado y ha resucitado. Pedro, que antes negó a Jesús por miedo, ahora lo confiesa con firmeza. La Pascua lo ha transformado. Y nos interpela: ¿Quién es Jesús para mí? ¿Es una idea, un recuerdo… o el Salvador que actúa hoy en mi vida?

El salmo insiste en que esta obra es del Señor, que la piedra rechazada es ahora angular. En otras palabras: donde los hombres vieron fracaso, Dios construyó victoria. Cristo es el fundamento sobre el cual puede levantarse una nueva humanidad.

El Evangelio según san Juan nos narra una escena tierna y profundamente simbólica: los discípulos, aún turbados, vuelven a su antiguo oficio, la pesca. Es como si intentaran reacomodarse en su vida anterior, pero no lo logran. La noche es estéril. Solo al amanecer, cuando Jesús aparece en la orilla, todo cambia.

Él les habla con la familiaridad de siempre: “Muchachos, ¿han pescado algo?” Les indica qué hacer, y la red se llena. Y entonces ocurre algo hermoso:

“Es el Señor”, dice el discípulo amado.

Pedro no lo piensa: se lanza al agua.

El Resucitado se manifiesta no con grandes señales, sino en un desayuno compartido junto al lago. Pan, pescado, brasas… Jesús se hace presente en lo simple, en lo cotidiano, en el trabajo, en la comida. Y al hacerlo, nos recuerda que la vida nueva que trae no es solo para el templo o la liturgia, sino para toda nuestra existencia.

Hoy, en medio de nuestras redes vacías, de nuestras frustraciones y búsquedas, Jesús está en la orilla. Nos llama con ternura, nos orienta y nos alimenta. Y como los discípulos, estamos invitados a abrir los ojos del corazón para reconocerlo.

Que esta Pascua nos haga capaces de confesar con Pedro y con todo nuestro ser:

“Es el Señor”… y en Él está nuestra esperanza.

Aleluya.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *