Reflexión para el Miércoles de la Octava de Pascua

“Vengan, benditos de mi Padre…” (Mt 25, 34). Esta antífona de entrada no es una promesa lejana, sino una invitación que se vuelve actual en cada Eucaristía. Porque en la Pascua, el Reino preparado “desde la creación del mundo” se nos acerca en Cristo resucitado, quien camina con nosotros, nos habla y parte el pan a nuestro lado.

La primera lectura nos presenta un milagro pascual que va más allá de la curación física: un hombre lisiado desde el nacimiento recibe algo más valioso que oro o plata. Pedro le dice:

“Te voy a dar lo que tengo: en el nombre de Jesucristo, levántate y camina.” (Hch 3,6)

Y aquel hombre, cuya vida había transcurrido en la resignación de la mendicidad, salta y alaba a Dios. La Pascua no es solo una esperanza en la vida futura, sino una fuerza transformadora en el presente. Los apóstoles, testigos del Resucitado, se convierten en canales de esa vida nueva. También hoy, la Iglesia está llamada a dar al mundo no lo que tiene en sus bolsillos, sino lo que guarda en el corazón: el nombre poderoso de Jesús.

El salmo nos invita a cantar al Señor con alegría, no por una emoción pasajera, sino por la certeza de que el Dios de Abraham cumple sus promesas. En el Resucitado, la alianza se ha hecho eterna y viva.

Y en el Evangelio de Emaús, nos encontramos quizá con el pasaje más humano y conmovedor de la Pascua (Lc 24,13-35). Dos discípulos caminan tristes, decepcionados, incapaces de reconocer a Jesús aunque lo tienen al lado. Cuántas veces también nosotros caminamos así: con el corazón apagado, incapaces de ver que el Resucitado nos acompaña.

Pero Cristo no se cansa de caminar con nosotros. Nos interpela con preguntas que despiertan la verdad de lo que llevamos dentro. Nos explica las Escrituras para encender de nuevo la esperanza. Y finalmente, se deja reconocer en el gesto más cotidiano y sagrado: partir el pan.

“¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino?”

La Pascua enciende corazones y pone en movimiento los pies. No hay tiempo que perder. Los discípulos regresan corriendo a Jerusalén con una noticia que no pueden callar: ¡lo hemos visto, está vivo!

Hoy, también nosotros somos invitados a ese camino: a dejarnos sanar, a escuchar, a suplicar con humildad:

“Quédate con nosotros…”

Y cuando Él parte el pan y se nos da, cuando su Palabra nos toca por dentro, cuando sentimos que el alma vuelve a latir con esperanza… entonces sabremos que el Señor ha resucitado también para nosotros.

Que el gozo pascual que celebramos en el tiempo nos empuje a caminar hacia la eternidad.
¡Aleluya!

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *