En esta noche que antecede a la pasión, las Escrituras nos abren el misterio del plan redentor de Dios, encarnado en el acto supremo de amor y entrega. En el relato del Éxodo se instituyó la cena pascual, un tiempo en que Dios ordenó a su pueblo prepararse para la liberación que transformaría la historia. El cordero sin defecto, la sangre rociada en los umbrales, y la comida apurada en la intimidad del hogar no eran simples prescripciones rituales, sino el anuncio de la liberación y de un nuevo comienzo. Así, la cena pascual se convierte en el primer signo de un pacto eterno, donde la salvación es anticipada por la señal de la sangre y la esperanza en la obra liberadora del Señor.

Esta antigua Pascua encuentra su cumplimiento en la Pascua definitiva, aquella que celebró Cristo la noche en que fue entregado. Él mismo, verdadero Cordero sin mancha, instituye en esa cena la Eucaristía como memorial vivo de su pasión, muerte y resurrección. “Esto es mi cuerpo, que se entrega por ustedes… este cáliz es la nueva alianza que se sella con mi sangre”. Estas palabras no son sólo un recuerdo: son un acto real, eterno, donde Jesús se queda verdaderamente presente para alimentar a su Iglesia con el Pan de la vida y el Cáliz de salvación. La Eucaristía es el corazón palpitante de la fe cristiana: allí se renueva sacramentalmente el sacrificio redentor, y en cada altar del mundo se hace presente ese amor “hasta el extremo”.

Y con la Eucaristía, nace también el sacerdocio. Cristo, al decir “hagan esto en memoria mía”, no solo instituye un rito, sino que configura a hombres para ser ministros de su presencia, dispensadores de los misterios divinos, servidores de la comunión entre Dios y su pueblo. El sacerdocio no es una dignidad humana, sino una participación en la entrega de Cristo, en su anonadamiento por amor. En este día, cada sacerdote está llamado a volver a ese primer Jueves Santo, y desde ahí, renovar el don recibido: el don de ser pan partido para los demás, cáliz entregado por la salvación de muchos.

El Evangelio nos revela aún con mayor profundidad el espíritu de ese sacrificio cuando Jesús, sabiendo el precio que debía pagar, se despoja de su manto y se humilla para lavar los pies de sus discípulos. Este gesto de servicio es la imagen viva del amor que se da sin reservas, que purifica y que restaura. No se trata simplemente de un acto ritual, sino de una enseñanza sobre la manera en que el corazón salvador se entrega en el servicio a los demás, haciendo visible el camino hacia la comunión con Dios y entre los hermanos.

En esta noche santa, todo converge: el Cordero inmolado, el Pan vivo bajado del cielo, el sacerdocio eterno según el orden de Melquisedec, y el mandamiento del amor que los sostiene. El altar, el lavatorio, el pan y el vino, el amor que sirve, todo apunta a la Cruz, y desde ahí, todo nos devuelve a la Vida. Participar de esta cena es ser testigos del Amor que no muere, sino que se da… para que tengamos Vida, y la tengamos en abundancia.

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