Lucas 18, 9-14
XXX del Tiempo Ordinario o Domingo Mundial de las Misiones
“Dios mío, apiádate de mí, que soy un pecador”
Estaba preparando la homilía para la misa de niños y no sabía por dónde, ni cómo tomar el hilo. Me preguntaba ¿cómo les digo a los niños que Dios nos quiere simplemente porque estamos vivos, porque somos su hijos y que no nos quiere porque nos portamos bien o nos portamos mal? ¿cómo explicarles que, para querernos, no le importa tanto las obras que hacemos o dejamos de hacer? ¿cómo hacerlo de forma pedagógica, que no afecte el comportamiento, sino por el contrario ayude más en ser mas humanos, mejores con los demás? A fin, de cuentas, ¿cómo le hago para no echarme encima a los papás? “Padrecito, si de por si me cuesta controlarlos y usted con estos rollo…”
Luego caí en la cuenta de que el problema no era solo para preparar la homilía, sino que el problema también está en mi. ¿Realmente me la creo que Dios me quiere simplemente porque soy, o me quiere porque hago cosas buenas, porque celebro misas, porque organizo la parroquia, porque hago oración, porque…? Y llego a una conclusión. Todavía creo que en un falso dios, un dios en minúsculas, que está contabilizando mis obras buenas para quererme más y que, por otro lado, me disminuye su querer, si no hago lo que según yo, él espera de mi, las cosas buenas. Me cuesta todavía llegar a entender al Dios enteramente bueno, ahora si con mayúsculas, el que mismo que con su ejemplo y sus parábolas nos enseña Jesús. El que me quiere simplemente por que soy, y por lo que soy; que me quiere porque soy su hijo y no porque me porte mejor o peor. Simplemente, me quiere…
Y también llego a otra conclusión. Al creer en ese dios en minúsculas, el del premio y castigo, así es también como yo veo, aprecio, juzgo a los demás. Sí cumplen con las normas, los estimo… sí viven la espiritualidad que a mí me funciona, son los aptos… sí vienen vestidos a misa como dictan las buenas conciencias, esos si son buenos cristianos… si aportan para caritas, para el domund, para el pulido de las bancas… si tienen clara su identidad sexual, como yo digo que debe de ser, sea bienvenido; los otros rechazados, están en pecado… sí, sí, sí… pongo tantos condicionamientos para primero calificarlos como los buenos, los de nosotros, los que si valen. Y entonces, solo entonces, los pongo dentro de mis casilleros de “a estos si los quiero”. Del resto, parece que solo me nace decir ‘Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos y adúlteros; tampoco soy como ese publicano…’ Por supuesto, me queda el saco en la parte del fariseo de la parábola. Siento que resuenan en mi las palabras de Jesús: “esta parábola (es) sobre algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás.”
¡Qué lejos me encuentro de la actitud del otro personaje, el publicano! Ciertamente no tiene nada de santo… es muy mal visto por su forma de relacionarse con los demás, de sacarles una buena tajada al cargar aun más los impuestos para quedarse con una parte. Contribuye a la injusta distribución de la riqueza, a que haya más pobreza y, con ella, descontento y hasta violencia. Pero él si se reconoce como pecador, “no se atrevía a levantar los ojos al cielo. Lo único que hacía era golpearse el pecho, diciendo: ‘Dios mío, apiádate de mí, que soy un pecador”.
Y sin embargo, la actitud de Dios es de un cariño igual, de la misma medida, para los dos. Es el mismo para ambos, aunque uno le acepta por su gratuidad, el otro pretende poner a Dios de su parte por la bondad de sus obras. El mismo amor, pero no los mismos sentimientos. Por supuesto Dios no se la cobrará ni con uno ni con otro… pero si se sentirá orgulloso de quien reconoce sus propias limitaciones, de quien es capaz de humillarse ante Él y los demás, de quien vive actitudes verdaderamente humanas. Por el contrario, sentirá tristeza, hasta molestia, por el fariseo, que pese a ser “buena persona”, se presenta altanero, sintiéndose más que los demás… pierde su sentido de hermandad, de formar una sola y muy humana comunidad.
Personalmente, reflexiono, reviso mis actitudes y mis acciones, y me pregunto cuales serán los sentimientos de Dios ante ellas. A priori se que me quiere, ¿pero se sentirá orgulloso o molesto? ¿qué verá en mí, otro fariseo que desprecia al de la parroquia vecina porque no vive la espiritualidad ignaciana, o al humilde publicano, que quiere aprender aún del sencillo, de aquel con quien no está totalmente de acuerdo?
Y volviendo a mi homilía con los niños, la claridad y respuesta a las dudas la encontré en la charla con una de las catequistas… “muy fácil, póngales el ejemplo de los padres. Ellos, se porten bien o mal los niños, no dejarán de quererlos; son sus hijos”. Estarán contentos, orgullosos, si proceden correctamente. Seguro que los motivarán para que sigan por ahí, siempre los apoyarán. Y si proceden incorrectamente, lo más probable es que, primero, ellos mismos serán los más tristes y preocupados, y segundo, los regañarán, los corregirán, los invitarán a cambiar, les darán pautas para ser mejores. Pero ciertamente nunca dejará de quererlos. Gracias a la catequista… ahora ya se no solo por dónde hacer mi homilía para los niños, sino cómo Dios es y actúa conmigo, con nosotros.
Y por eso mismo, tomo las palabras del salmo de hoy: Bendeciré al Señor a todas horas, no cesará mi boca de alabarlo. Yo me siento orgulloso del Señor, que se alegre su pueblo al escuchado. El Señor no está lejos de sus fieles.
Igualmente, hago mías estas palabra de Rodríguez Olaizola: Publicano
Pensaba que podía todo
que yo me bastaba,
que siempre acertaba,
que en cada momento
vivía a tu modo y así me salvaba.
Rezaba con gesto obediente en primera fila,
Y una retahíla de méritos huecos
era solo el eco
de un yo prepotente.
Creía que solo mi forma
de seguir tus pasos
era la acertada.
Miraba a los otros con distancia fría
porque no cumplían tu ley y tus normas.
Me veía distinto, y te agradecía
ser mejor que ellos.
Hasta que un buen día
tropecé en el barro,
caí de mi altura,
me sentí pequeño.
Descubrí que aquello
que pensaba logros
era calderilla.
Descubrí la celda,
donde estaba aislado
de tantos hermanos
por falsos galones.
Me supe encerrado
en el laberinto
de la altanería.
Me supe tan frágil…
y al mirar adentro
tú estabas conmigo.
Y al mirar afuera,
comprendí a mi hermano.
Supe que sus lágrimas,
sus luchas y errores
sus caídas y anhelos,
eran también míos.
Ese día mi oración cambió.
Ten compasión, Señor,
que soy un pecador.